viernes, 19 de octubre de 2007

Reprimido de cuerpo - Reprimido de alma

Mi primera entrada, y la creación de un blog, la suscita un programa de chimentos, donde uno de los típicos gatos (cuando salieron a la luz unas fotos hot de ella) le decía otra que no fuera una reprimida, que había que vivir la sexualidad a pleno -todo esto con aire de grandeza creyéndose feminista como Simone de Beauvoir. Esta entrada trata de la primera parte, de ser un reprimido. Vivir plenamente la sexualidad, si me dan ganas, lo veré luego.


El término “reprimir” según la RAE, en su primera acepción significa “Contener, refrenar, templar o moderar”. En un contexto archi-moralista (hipocresía aparte), la represión del propio sujeto pasa por el enmascarar, refrenar, contener todo impulso ligado al cuerpo. Porque la carne es algo débil, corruptible. Así, el espíritu domina al cuerpo, controlando la forma de canalizar a lo que la naturaleza lo conduce. Se prima el espíritu, alegando lo elevado de este respecto de lo mundano del cuerpo.

Pero en los tiempos que corren hoy, se utiliza la misma estructura de pensamiento para justificar y legitimar esta época de elevación (y vanagloria) del cuerpo. Escindiendo el cuerpo del espíritu, primando al primero por sobre el segundo, se pretende realizar un corte con ese pasado que elevaba las virtudes del alma, y ahogaba los tan naturales impulsos del cuerpo (aquí no soy sarcástico).

Como escribió (más o menos) Edmund Burke –con respecto a la Revolución Francesa-, “de un dogmatismo se ha pasado a otro”. Los opuestos no tienen mucho de destacable, excepto por el vigor, la energía que pone en rechazar lo diferente. Lo ideal, a lo que se debe aspirar, debe ser a un equilibrio.

Los tiempos que se viven hoy enaltecen las virtudes del cuerpo, al pleno uso de los impulsos y a explotarlos al máximo. ¿Tiene esto algo de malo? Por supuesto que no, salvo que se lo tome como un fin en sí mismo, lejos de toda trascendencia. Que esta palabra no nos asuste por ser grandilocuente, y olvidémonos de su connotación religiosa. La trascendencia, la necesidad de volver durable y no efímera toda experiencia, es también un estado natural del ser humano. Si esto no fuera así, la humanidad no conocería el progreso.

Como cierre, llego a mi conjetura; es la idea que estos tiempos, jactándose de liberarse de la represión y alentando a vivir plenamente, no se deja de reprimir, en este caso lo espiritual del ser humano.

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